EL MIEDO A LA MUERTE INCULCADO POR LA RELIGIÓN
por Allan Kardec.Otra razón que une a los asuntos de la materia a los que creen más firmemente en la vida futura es la impresión que conservan de la enseñanza que se les dio en la niñez.
El cuadro que de ella hace la religión no es, hay que convenir en ello, ni muy seductor, ni muy consolador. Por un lado se ven las contorsiones de los condenados, que expían en los tormentos y llamas sin fin sus errores de un momento, para quienes los siglos suceden a los siglos sin esperanza de alivio ni de piedad. Y lo que es todavía más despiadado para ellos, el arrepentimiento es ineficaz.
Por otro lado, las almas lánguidas y atormentadas en el purgatorio esperan su libertad del buen querer de los vivos que rueguen o hagan rogar por ellas y no de sus esfuerzos para progresar. Estas dos categorías componen la inmensa mayoría de la población del otro mundo. Por encima se mece la muy reducida de los elegidos, gozando, durante la eternidad, de una beatitud contemplativa. Esta eterna inutilidad, preferible sin duda al no ser, no deja de ser, sin embargo, una fastidiosa monotonía. Así se ven, en las pinturas que representan los bienaventurados, figuras angelicales, pero que más manifiestan hastío que verdadera dicha.
Este estado no satisface ni las aspiraciones, ni la idea instintiva del progreso que sólo parece ser compatible con la felicidad absoluta. Cuesta esfuerzo concebir que el salvaje ignorante, con inteligencia obtusa, por la sola razón de que fue bautizado, esté al nivel de aquel que llegó al más alto grado de la ciencia y de la moralidad práctica, después de largos años de trabajo.
Es todavía más inconcebible que un niño muerto en muy tierna edad, antes de tener la conciencia de sí mismo y de sus actos, goce de iguales privilegios, por el solo hecho de una ceremonia en la que su voluntad no tiene participación alguna. Estos pensamientos no dejan de conmover a los más fervientes, por poco que reflexionen.
El trabajo progresivo que se hace sobre la Tierra, no siendo tomado en cuenta para la dicha futura; la facilidad con que cree adquirir esa dicha mediante algunas prácticas exteriores; la posibilidad también de comprarla con dinero, sin reformar seriamente el carácter y las costumbres, dejan a los goces mundanos todo su valor. Más de un creyente manifiesta en su fuero interno que, puesto que su porvenir está garantizado con el cumplimiento de ciertas fórmulas, o por legados póstumos que de nada le privan, sería superfluo imponerse sacrificios a una privación cualquiera en provecho de otro, desde el momento en que podemos salvarnos trabajando cada uno para sí.
Seguramente no piensan así todos, porque hay grandes y honrosas excepciones. Pero hay que convenir en que aquél es el pensamiento del mayor número, sobre todo de las masas poco instruidas, y que la idea que se tiene de las condiciones para ser feliz en el otro mundo desarrolla el apego a los bienes de éste, cuyo resultado es el egoísmo.
Conceptos Extractados de "El Cielo y el Infierno", por Allan Kardec.