La Ira
por Amalia Domingo Soler
Entre los muchos defectos que adolece la humanidad, la ira es uno de los que más la perjudican, por que sus fatales resultados han ocasionado tantas víctimas en todas las esferas sociales, que su número es incalculable, desde la pelea infantil hasta el terrible duelo, y el homicidio preconcebido.
El hombre que por los atributos de soberanía que le ha concedido la naturaleza, por esa razón profunda y analítica, por ese cálculo inteligente, por ese algo divino que le distingue de las demás especies, no debia nunca abdicar sus legítimos derechos, lo vemos convertirse por medio de la ira, en la fiera más espantosa y más sangrienta que puede forjar el terror en un hombre acosado por una jauría de lobos hambrientos.
No hay pantera, no hay león herido, no hay onza ni cocodrilo más temible que un hombre embriagado de cólera.
Y la mujer, ese ser tan dulce, tan delicado, tan apacible, que debe ser la síntesis del amor y del sentimiento, de la abnegación y del sacrificio, la que debe perdonar siempre, la que debe ser el iris de paz en el hogar domestico, la que está llamada a ser la primera figura social en el mundo, cuanto se rebaja, cuanto se empequeñece, y como se denigra al descender por la resbaladiza pendiente de la ira: cuando sus ojos que solo deben espresar la dulzura y la tristeza se tornan amenazadores y sombríos, cuando sus labios que solo deben bendecir y suspirar, profieren palabras iracundas y soeces,…. cuando sus manos que solo deben tocar a otro ser para acariciarlo ó enjugar su llanto descargan fuertes golpes sobre inocentes criaturas, cuando la madre se convierte en verdugo de sus hijos, no hay más horrible ni más repugnante.
Cuando la mujer se trasforma en suspicaz agente de policía de sus criados y los persigue, y los insulta constantemente pensando que con sus continuos gritos y amenazadores reproches cumple con sus deberes de dueña de casa ¡cuan equivocada está! la mujer que tiene criados debe ser para ellos una protectora cariñosa, guardándole el debido respeto a su triste estado que harto desgraciado es el que nunca tiene voluntad propia.
La ira es el peor consejero que tenemos en la vida.
Ella desata todos los lazos humanos.
Ella separa a los padres de los hijos y a las mujeres de sus esposos, y tiene más victimas la ira que todas las pestes que han diezmado a la humanidad.
Nunca olvidaremos una escena de familia que presenciamos hace algunos años ocasionada por la ira. Los protagonistas fueron madre e hijo.Ella y él eran buenos.
Se querían profundamente, y ni el uno ni el otro eran imbéciles, antes al contrario,ella es bastante entendida, y el será un genio.
A pesar de su corta edad, hemos escuchado de sus labios, frases,…. que nos han hecho pensar, y para probar la inteligencia del tierno niño, que solo contaba 8 años, citaremos dos ejemplos a nuestros lectores.
Llegó una pascua de navidad, época en que los niños miran con avidez los aparadores de las confiterías llenos de dulces. Carlos los miró también, y vino a su casa meditabundo, comió en silencio el pobre alimento que su madre le presentó, y al terminar la comida dijo con tono sentencioso. Si yo hubiera sido Dios, no hubiese hecho los días de fiesta sino todos los dias iguales.
—¿Por qué? le preguntó su madre.
—Por que así todos los dias se hubiera lo mismo, y los pobres no tendríamos que envidiar a los ricos.
En otra ocasion llegó el día que la iglesia denomina viernes de dolores, y le dijimos a Carlos.
—Oye,hoy es el santo de tu prima Lola, es el viernes de Dolores, y por consiguiente es su día.
—No es el santo de ella únicamente, contestó Carlos, es el santo de todos los pobres, puesto que se llama viernes de los dolores, e inclinó su cabeza sobre el pecho como si el dolor le abrumara con su enorme peso.
¡Qué profundidad de pensamiento! ¡Que amarga filosofía en la temprana edad de 8 estíos!, pues bien; esta criatura pensadora y reflexiva que quería muchísimo a su pobre madre y que siempre estaba haciendo proyectos para mejorar su triste suerte, llegó un dia en que cometió una travesura de gran trascendencia y su madre quiso corregirlo, y de las palabras duras, pasó a los golpes, estos se redoblaron, y aquellas dos criaturas ya no eran la madre y el hijo, habian desaparecido y solo habian quedado dos espíritus violentos luchando brazo a brazo, cuando terminó la lucha dijo Carlos con voz seca y amarga.
—¡Qué ganas tengo de ser hombre!
—¿Para qué? le pregunto su madre.
—Para tener fuerza bastante y poderte matar.
—¿Quieres matar á tu madre?
—Tu no eres mi madre, eres una hiena, las madres..,: oh! las madres no pegan como tu.
Nunca hemos olvidado aquella escena.
La transfiguración de Carlos y su madre era horrible! en su estado normal hubieran dado su vida el uno por el otro, y dominados por la obsesión maldita de la ira, abrigaban la idea el uno de martirizar y el otro de destruir.
¡Y aquella mujer había maltratado a su hijo, y aquel hijo la primera palabra que habia pronunciado fué el dulce nombre de madre.
Nos fijamos mucho en las escenas intimas de la familia, porque son el prólogo de las historias universales.
En la casa donde reina la armonía del cariño, los niños tienen el carácter más dulce, más comunicativo, más afectuoso y mas complaciente: en cambio donde ven continúas desavenenciencias se crían huraños, recelosos, reservados y sombríos.
Los niños hacen lo que ven hacer: y hay una anécdota moral muy buena, que manifiesta la verdad de nuestras observaciones, por lo cual vamos a trascribirla.
Dicen que un matrimonio vivía en unión del padre de él, y de un hijo de 6 años: a la hora de comer notaba el niño que su abuelo comía solo en una mesita usando un cubierto de palo, en tanto que él y sus padres los tenían de plata.
Una tarde el niño estaba jugando con sus juguetes y ponía una mesa con sus platitos de plomo y otra mesita más distante con un platito de madera: su madre que lo observaba le preguntó con cierta curiosidad.
¿Para que pones aquella mesa mas pequeña?
—Para lo mismo que la pones tu; para que coma el abuelo de mis muñecos de la misma manera que come mi abuelo.
La madre algo previsora, hubo de mirar más lejos: y corrió desalada a contarle a su marido el juego de su hijo replicando del modo siguiente. Pongamos al padre a comer con nosotros, porque veo que no es bueno que los niños reparen en ciertas cosas: y el jefe de la familia ocupó su verdadero lugar, por que sus descendientes temieron verse postergados en su ancianidad.
Si bien cada espíritu trae su misión especial, la generalidad obedecen mucho a la educación que reciben y a las costumbres que los rodean.
El adagio dime con quien andas, y te diré quien eres, es una verdad inconcusa, por eso las mujeres que forman una familia deben evitar cuidadosamente los arrebatos de la ira, por que no solo se estacionan ellas, sino que detienen la marcha progresiva de sus hijos.
Una persona iracunda trunca las leyes de la naturaleza y aparta de sí a cuantos la rodean.
El temor, es la muerte del cariño.
El miedo, es la nieve que apaga el fuego del amor.
Los padres deben ser los amigos íntimos de sus hijos.
Las madres las depositarías de todos sus secretos.
Las confidentas de sus primeras impresiones.
Las consejeras de su juventud.
El puerto salvador de toda su vida.
¡Si los padres no son indulgentes con nuestros desaciertos, de quién podremos esperar misericordia!
Nunca olvidaremos un tristísimo episodio que presenciamos hace muchos años, y que nos dejó una impresión indescriptible.
Un joven estudiante de medicina sin padre ni madre, miraba en su hermano mayor un juez, inflexible, severo, iracundo y violento que no le perdonaba ninguna de las locuras juveniles que el atolondrado estudiante solía con frecuencia hacer, pero que a pesar de su intolerancia, lo mantenía y le costeaba la carrera con grandes sacrificios.
Concluyó sus estudios felizmente, (porque era muy listo) y su hermano le mandó la cantidad necesaria para pagar los gastos de la reválida.
La víspera del día en que debía revalidarse aquella desgraciada criatura, se fue a una casa de juego y perdió todo el dinero que su hermano le había mandado: volvió a su casa espantado de sí mismo, horrorizado ante la idea que su hermano vendría al día siguiente, y plenamente convencido que al saber lo ocurrido era capaz en el primer arrebato de estrangularlo, aquel infeliz reflexionó y lo dijo: ya que tantos sacrificios le he costado no debo conducirle al patíbulo, mi muerte lo salvará de él; y escribió a su hermano la carta siguiente:
«Hermano mío; te he debido más que la vida, porque a costa de muchos sacrificios me has dado una carrera, ya la he terminado; pero soy un miserable: porque he perdido en el juego la última cantidad que me has enviado para la reválida.
Sé los arrebatos de tu carácter, y sé que al verme, en tu justa cólera, no perdonarás mí grave falta, sino que cegado por la ira, serías capaz de terminar mi existencia y acabaría la tuya en el cadalso; para que esto no suceda, por que sé muy bien que sucedería, yo me encargo de concluir de una vez conmigo ya que sólo te sirvo de tormento y de vergüenza: días que para nada bueno sirven, mas vale aniquilarlos.
Perdóname hermano mío, el último disgusto que te doy.
Perdóname, porque es muy desgraciado el hombre que tiene que matarse á los 24 años, perdóname y ruega por mí.
Plácido.»
Cerró la carta y parte de la noche la pasó paseando por su cuarto, pero la familia de la casa se acostaron tranquilamente, creyendo que el estudiante repasaba sus estudios.
A la mañana siguiente, muy temprano, fuertes aldabazos despertaron a la familia que salió a recibir al hermano de Plácido, éste se comprende que conforme sintió las voces de su hermano cogió una pistola, se la apuntó en la frente, con mano tan segura, y con tan buen tino, que al entrar su hermano en la habitación resonó una fuerte denotación, y el infeliz suicida extendió los brazos y exhaló su último suspiro.
Pintar la angustia, la confusión, y el asombro y la tribulación de su hermano y de la familia, es imposible copiarla con sus vivos colores: nosotros llegamos en aquellos momentos, y no sabemos quien nos causaba más lástima si el joven muerto, ó su hermano el vivo, que con la carta entre sus manos la leía y releía, preso de una horrible convulsión.
Aquel hombre de hierro al fin pudo llorar amargamente, diciendo con acento entrecortado. Dios me castiga, he sido iracundo y avaro, he echado en cara a mi hermano repetidas veces lo mucho que me hacía gastar; últimamente he jugado a la lotería, y ayer al ver la lista me encontré que me había tocado el premio mayor; y hoy mi hermano se mata huyendo de mi avarienta ira, ¡hoy todo el dinero es mío! ¡ya soy rico! ¡ya tengo mucho oro!…. y el infeliz se miraba con tan profundo desprecio que inspiraba compasión.
Todos creímos que perdería la razón; pero no fue tan afortunado. Acompañó á su hermano al cementerio, dio muchas limosnas a los pobres y se volvió a su pueblo.
Algunos años después tuvimos ocasión de visitarle, y de un hombre fuerte, joven y vigoroso solo encontramos un esqueleto que hablaba muy bajito por que hasta el eco de su voz le atormentaba.
La gente le llamaba el santo, porque su vida era una completa penitencia, casi nunca salía de su aposento, donde la generalidad creía que rezaba y que se martirizaba con fuertes y agudos silicios de hierro: nosotros le reprendimos cariñosamente diciéndole que Dios no quería cruentos sacrificios, y el nos contestó sonriendo tristemente.
—Amiga mía, el vulgo siempre será lo mismo, siempre cree lo que no ve, ó mejor dicho, siempre da formas a lo que no lo tiene, dicen que me martirizo horriblemente, y que tengo en mi mesa una calavera, todo eso es mentira, Amalia, mire Ud. lo que tengo en mi cuarto, y nos condujo a un aposento decorado con sencillez.
Encima de la mesa de despacho que estaba arrimada a la pared, había un cuadro colgado, cubierto con un lienzo blanco: lo levantó y vimos que era el retrato del joven suicida, sobre la mesa estaban los libros de estudio de Plácido, y un papel extendido sujeto con una pistola, aquel papel era la última carta que el pobre loco escribió a su hermano, y aquella pistola el arma terrible que cortó el hilo de su vida.
—¿Necesitaré yo ponerme silicios? nos preguntó con amargura, señalando á aquellos tristes objetos.
—No supimos que contestarle, estrechamos su mano y nos separamos de él profundamente impresionados, compadeciéndole y rogando por él, al Ser Supremo.
La ira es el móvil de todas las guerras; es la tea incendiaria que divide en fracciones á la humanidad.
Odiemos la ira y compadezcamos a los iracundos; pidiéndole a Dios en nuestras plegarias, que nunca nos domine tan horrible obsesión.
Tomado del Blog "La Luz del Camino"