Conversación con el Espíritu de una Persona Viva 1/11
por Allan Kardec.Nuestro honorable colega, el Sr. Conde de R… C… nos ha dirigido la carta siguiente, fechada el 23 de noviembre último:
“Sr. Presidente,
“He oído decir que ciertos médicos, entusiastas de su arte y deseosos de contribuir al progreso de la ciencia tornándose así útiles para la humanidad, han, mediante testamento, legado su cuerpo al escalpelo de las salas anatómicas. La experiencia a la cual he asistido de evocar a una persona viva (sesión de la Sociedad del 14 de octubre de 1859) no me ha parecido lo suficientemente instructiva, porque se trataba de un asunto personal: poner en comunicación un padre vivo con su hija muerta.
He pensado que lo que algunos médicos han hecho con el cuerpo, un miembro de la Sociedad podía hacerlo con el alma, en vida, poniéndose a su disposición para un ensayo de ese género. Podríais quizás, preparando de antemano preguntas que, esta vez, no tendrían nada de personal, obtener algo más de luz sobre el hecho del aislamiento del alma y del cuerpo. Aprovechando una indisposición que me retiene en casa, vengo a ofrecerme como sujeto de estudio, si os parece a bien. El viernes que viene pues, si no recibo una contra-orden, me acostaré a las nueve de la noche, y pienso que a las nueve y media podréis llamarme, etc.”
Nos hemos apresurado a aceptar el ofrecimiento del Sr. Conde de R… C… en tanto en cuanto que, poniéndose a nuestra disposición, pensamos que su Espíritu se prestaría con más facilidad a nuestras pesquisas; por otro lado, su instrucción, la superioridad de su inteligencia (lo que, entre paréntesis, no le impide ser un buen espírita) y la experiencia que ha adquirido en sus viajes alrededor del mundo como capitán de la marina imperial, podía hacernos esperar de su parte una más clara apreciación de su estado: nuestra espera no ha sido baldía. Hemos tenido pues, con el, las dos comunicaciones siguientes, la primera, el 25 de noviembre, y la segunda, el 2 de diciembre de 1859.
Extracto de la Revista Espírita 1860, por Allan Kardec.
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